Acaban de publicar un libro sobre la vida de mi bisabuelo, especialmente sobre como desarrollo su labor dentro del cuerpo de la Guardia Civil durante el Golpe de Estado franquista y que le repercutió tan lastimeramente en su vida, evidentemente fue una gran enseñanza para nuestra familia su valor al posicionarse ante los desfavorecidos y el sentido común desde dentro de una institución que anhelaba generar odio y violencia.
Gracias al profesor Arcangel Bedmar por haber realizado esta labor de recuperación de la memoria histórica.
Nota previa: en noviembre de 2014, esta entrada del blog (http://arcangelbedmar.com), revisada y ampliada, se ha publicado en formato libro. El texto se puede leer pinchando aquí.
El teniente Pascual Sánchez Ramírez (en la foto aparece con el grado de coronel). |
En Baena, en la trama golpista jugó
un papel decisivo el teniente Pascual Sánchez Ramírez, quien había
servido en Marruecos y desde el Tercio de la Legión se había reintegrado
en la Guardia Civil con el grado de teniente. El perfil de Pascual
Sánchez se correspondía con el de otros muchos militares que apoyaron el
golpe de Estado, del que eran vivos ejemplos los generales Francisco
Franco, Emilio Mola o Juan Yagüe, o el coronel de Regulares Eduardo
Sáenz de Buruaga, quien mandaría las tropas que tomaron Baena el 28 de
julio de 1936, ya comenzada la guerra civil. Se les llamó “africanistas”
porque habían prestado servicio de armas en las posesiones españolas de
África y, en general, tenían sobrada experiencia en la aplicación de
métodos represivos y violentos contra las poblaciones nativas. Herederos
de la tradición golpista del Ejército español, estos militares
compartían los mismos objetivos que los fascismos italiano y alemán: la
destrucción del sistema democrático, el aplastamiento del movimiento
obrero y la instauración de un Estado totalitario.
La sublevación se inició en Baena en
la tarde noche del sábado 18 de julio, cuando se organizaron patrullas
de guardias civiles y derechistas que ocuparon el ayuntamiento, el
edificio de la telefónica y el Centro Obrero. A las 11 de la mañana del
día 19, el teniente Pascual Sánchez Ramírez impuso el bando de guerra y
se convirtió en comandante militar de la plaza. La resistencia al golpe
se organizó con suma rapidez. Los obreros, entre los que predominaban
los militantes anarquistas, declararon la huelga general y se apoderaron
de las pocas armas que pudieron localizar en los caseríos que rodeaban
la localidad. Sin armas y sin formación militar, se enfrentaron durante
varios días a un auténtico ejército de 230 derechistas y guardias
civiles fuertemente armados y atrincherados en unos 14 puestos de
defensa en el centro del pueblo. El día 28 de julio los sublevados
estaban próximos a sucumbir. La entrada desde Córdoba de una columna al
mando del coronel Eduardo Sáenz de Buruaga dio un vuelco a la situación
en las primeras horas de la tarde y provocó la desbandada general de los
republicanos, que intentarían de nuevo la conquista del pueblo el 5 de
agosto, cuando el general Miaja ordenó un ataque a Baena. No obstante,
la orden de retirada recibida por los republicanos el mismo día 6 por la
mañana permitió que Baena quedara ya durante los tres años de guerra en
lo que entonces se llamaba “zona nacional”.
Manuel Hernández González, cabo comandante de puesto del cuartel de la Guardia Civil de Albendín. |
Baena tenía una aldea, Albendín, en
la que existía un cuartel con seis guardias y un cabo comandante de
puesto, Manuel Hernández González. Este, al producirse el golpe de
Estado, en apariencia cumplió con las órdenes que le trasmitía su
superior, el teniente Pascual Sánchez Ramírez, de manera que para apoyar
la sublevación el 19 de julio por la noche se trasladó a Baena, donde
permaneció concentrado junto a los guardias de Albendín. Sin embargo, de
manera sorpresiva, el 23 de agosto el teniente Pascual Sánchez arrestó
al cabo dentro del propio cuartel y envió al día siguiente una denuncia
contra él a la Comandancia de la Guardia Civil de Córdoba, según se
recoge en el sumario de su consejo de guerra que se conserva en el
Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla (causa 259/36,
legajo 243, expediente 4.051).
En el escrito de denuncia, el
teniente Pascual Sánchez indicaba que por “confidencias fidedignas que
me merecen todo crédito de elemento civil y además por propia
observación” había detectado que la conducta del cabo Manuel Hernández
no correspondía “a un Cuerpo de su categoría y que viste un uniforme de
un Cuerpo tan fiel y noble como el nuestro (…) y que en los distintos
servicios que le fueron encomendados no desplegaba la actividad y el
valor que en las circunstancias presentes se requieren”. Señalaba que el
día 5 de agosto, cuando el general Miaja atacó Baena, en el edificio de
la Sub-brigada Sanitaria Manuel Hernández aconsejó a los defensores que
no disparasen con el fin de pasar desapercibidos, “con lo que mostró
cobardía o sentimiento a [sic] herir al enemigo, con el que parece que
simpatiza”. El teniente lo acusaba también de decir “que no se deben
acatar más órdenes que las que emanen del gobierno legalmente
constituido en Madrid”, de escuchar las noticias transmitidas por Unión
Radio Madrid (en manos de los republicanos) y de ver “con desagrado” que
sus subordinados escucharan las emisiones de Radio Sevilla o Córdoba
(controladas por los militares sublevados) y leyeran ABC, Guión
y “otros periódicos de significación derechista”. Por último, el
teniente apuntaba que tanto Manuel Hernández como su esposa habían
proferido frases como “aún no se sabe de quién será el triunfo, la bola
anda en el tejado, la Unión Radio Madrid es la que dice la verdad” y
otras por el estilo que “aminoran la moral de militares y civiles” y
quitan “la fe ciega que en el triunfo de nuestra causa todos tenemos
puesta”. Por estos motivos, al considerarlo “como individuo peligroso en
esta plaza”, había decidido detenerlo y ponerlo a disposición del jefe
de la Comandancia de Córdoba, quien trasladó la denuncia al teniente
Manuel Cañas Montes para que recabara información de los hechos.
El Paseo y el cuartel de la Guardia Civil de Baena. |
Tras tomar declaración a varios testigos,
guardias civiles y paisanos, el teniente Manuel Cañas Montes elaboró un
acta en la que confirmaba las acusaciones que había vertido el teniente
Pascual Sánchez contra el cabo Manuel Hernández, y añadía otras, como
que sus amistades eran de izquierdas, que el día 19 de julio había
respondido a los guardias que habían ido a trasmitirle que impusiera el
estado de guerra en Albendín que “a lo que habían ido allí era a
revolucionar el pueblo y que el movimiento era una rebelión contra el
Gobierno constituido”, que había dejado alojada a su familia en Albendín
con una familia de “significación extremista” en vez de trasladarla a
Baena, y que había avisado a los directivos del Centro Obrero de
Albendín para que huyeran antes de ser detenidos. Por todo ello,
calificaba a él y a su esposa como “simpatizantes con el Frente Popular”
–la coalición de republicanos e izquierdistas que había ganado las
elecciones del 16 de febrero de 1936– y estimaba que “era peligrosa su
permanencia en el cuerpo” de la Guardia Civil. En vista del informe, el
comandante de Artillería y juez instructor de la causa, Juan Anguita
Vega, el 12 de septiembre se ratificó en la culpabilidad del cabo y
decidió su procesamiento, lo que fue aprobado por el auditor de guerra
de la II División Militar. Sobre las acusaciones que se vertían sobre
él, el cabo Manuel Hernández concluyó que eran “inciertas y que las
atribuye a una venganza colectiva del puesto que él mandaba por haber
desde el primer momento en que se hizo cargo del mismo obligado a todo
el personal a sus órdenes a cumplir fielmente sus diversos cometidos
dentro de la estricta ordenanza que él era el primero en cumplir”, y que
creía no “haber tenido tibieza en el servicio por cuanto se le ha
instruido un expediente de recompensa por la defensa del Ayuntamiento
durante el primer asedio”.
La vista del consejo de guerra se
celebró en Córdoba el 10 de mayo de 1937, a las 10 de la mañana, en la
Sala Segunda de la Audiencia Provincial. El fiscal, Antonio Díaz
Rodríguez, solicitó para Manuel Hernández la pena de muerte por
“adhesión a la rebelión” mientras el defensor resaltó su hoja de
servicios y pidió la absolución. Manuel Hernández rogó al tribunal,
presidido por el teniente de Caballería Antonio Gómez Romero, que
“meditase antes de dictar sentencia para no incurrir en error judicial
dado lo irreparable de la pena solicitada”. Fue condenado a cadena
perpetua, lo que suponía su expulsión de las filas de la Guardia Civil.
Padeció cárcel durante casi seis años, hasta el 30 de mayo de 1942,
cuando una revisión de la condena le permitió salir en libertad
condicional.
El cabo Manuel Hernández fue víctima
de lo que se ha denominado “justicia al revés”, que significaba que los
golpistas que se habían rebelado contra la legalidad republicana
juzgaban como rebeldes a los que habían permanecido fieles a ella. No
obstante, se convirtió en un privilegiado al ser procesado, ya que
durante 1936 y los comienzos de 1937 cualquier oposición al “Glorioso
Movimiento Nacional” o cualquier infracción del bando de guerra se
castigaban con el fusilamiento sin proceso judicial previo. En aquellas
fechas, pocas víctimas pasaron por consejos de guerra –aunque estos
juicios solían ser farsas sin garantías jurídicas para los acusados–,
salvo los militares que no habían secundado el golpe de Estado o
personas muy significadas.
Manuel Hernández se encontraba preso
en los calabozos del cuartel de la Guardia Civil de Córdoba desde el día
siguiente a su detención en Baena, el 23 de agosto de 1936. Comienza
entonces a escribir unas cuartillas, “cual náufrago que en los postreros
momentos de su vida deposita en el interior de una botella los
angustiosos gritos de sus últimas llamadas”. En junio de 1942, al ser
liberado, las mecanografía “sin quitar ni poner nada” de lo que había
escrito con anterioridad. Las denomina Páginas Confidenciales y
ocupan 23 folios. Al empezar a redactarlas en los calabozos, se lamenta
de las numerosas dificultades que se interponían para hacerlo: lo
“aventurado que es ‘decir lo que siente sin sentir lo que se dice’ en
ciertos sitios”, el “estado depauperado” de su organismo, “el
embotamiento mental del espiritualmente arrinconado entre tanta gente”,
la carencia del “consuelo de un pecho amigo que recoja las quejas de su
oprimido corazón”, o algo tan simple como la falta de libros y de una
mesita para apoyarse al escribir. Según manifiesta en el preámbulo, el
principal objetivo de sus páginas, que dedica a sus hijos como un
“espiritual legado”, “es que me ‘sobrevivan’ y lleguen a manos de los
míos si sucumbo antes de encontrarme entre ellos”.
La gran mayoría de sus páginas son
reflexiones políticas, sociales y filosóficas –a veces muy enrevesadas y
de carácter genérico–, y algunas poesías dedicadas a sus hijos
(Guadalupe, Pilar, Maruja, Manolo y Pepín), no obstante también hay
espacio para lamentarse de lo que él denomina “mi calvario”. Así, la
noche de su detención en Baena la rememora, como una tragedia personal y
familiar, de la siguiente manera: “Aquella noche de triste recordación,
el edificio que levantara mi laboriosidad en el servicio, mis desvelos
en el estudio, mi probidad en la conducta, y tantos años de esperanzas
en lo que constituía el brillante porvenir de mi modesta carrera, se
derrumbó en un segundo; y bajo los catastróficos escombros de mi
desdichada suerte, vi aplastada también la suerte de los míos”.
El 19 de junio de 1937, Manuel
Hernández dejó de pertenecer a la que él llama “institución querida”, al
ser expulsado de la Guardia Civil por la sentencia del consejo de
guerra. Al día siguiente lo sacaron de los calabozos del cuartel y tuvo
que cambiar “un uniforme honroso y honrado durante 19 años, por el traje
de paisano” –en la guerra y la posguerra los presos no usaban uniforme
carcelario–, con el que fue ingresado en la Prisión Provincial de
Córdoba aquella misma mañana. Permaneció allí solo seis días, hasta que
el día 27 entró en la Prisión Central de El Puerto de Santa María. El
traslado se explica porque el franquismo fomentó, como una forma de
castigo añadido, que los reclusos cumplieran sus penas a cientos de
kilómetros de sus domicilio (lo que se llamó “turismo penitenciario”).
La lejanía desarraigaba al preso, le impedía el contacto con su familia y
amigos, y dificultaba el envío de paquetes de comida, fundamentales
para la supervivencia en aquellos años de miseria y escasez.
Manuel Hernández dedica los dos últimos folios mecanografiados de sus Páginas Confidenciales
a su recorrido penitenciario. Este apartado es el más interesante desde
el punto de vista histórico, ya que hay referencias a sus padecimientos
en las cárceles franquistas. A partir de este momento desaparecen sus
inquietudes intelectuales, se encuentra derrotado física y moralmente, y
solo escribe frases escuetas. Las necesidades primarias se imponen y la
única obsesión, ante tanta hambre, es la comida. Su estancia en la
prisión de El Puerto de Santa María, primero en el periodo de cuarentena
en las celdas y luego su internamiento en las brigadas, la describe
así:
Admirable período de observación en celda el de esta prisión. No sabe uno si es un hombre, o si se ha vuelto una fiera. Lo que sí sabe con certeza es que se halla enjaulado y que por entre los barrotes de la jaula le será entregado el plato con una ración de rancho tan ligero y exento de grasas que le evitará las molestias de una indigestión. Durante los veinte o treinta días que viene a constituir este periodo, no se puede hablar, echarse de día sobre el petate, leer, escribir –como no sea una tarjeta semanal–, pasear, ni fumar. Dormir, en los meses de verano, puede hacerse cuando empieza a clarear el día, que es cuando las chinches emprenden la retirada –paredes arriba– después de haberle chupado a uno la sangre toda la noche. Después la salida de celda y el pase a brigadas, o sea grandes dormitorios con numeración correlativa, y la vida de patio, o lo que es lo mismo, que se sale al toque de diana de la brigada y no se vuelve a entrar en ella hasta el toque de retreta.
El 9 de agosto de 1938, junto a una
numerosa expedición de quinientos presos, Manuel Hernández fue conducido
la prisión de El Dueso, en Santoña (Cantabria), adonde llegó el día 11 y
permaneció más de tres años. Aquí su situación empeoró de manera
considerable, debido sobre todo al hambre, los parásitos, el
hacinamiento, las humillaciones y la falta de atención médica. Hemos de
tener en cuenta que en España el número de presos en 1940 alcanzó los
270.719, según las cifras aportadas por el propio Ministerio de
Justicia. Para los internos en las cárceles, el hambre era una
constante, con dietas hipocalóricas y menús basados en berzas
forrajeras. Oficialmente la Dirección General de Seguridad no exigía que
se administrara a los reclusos una ración diaria superior a las 800
calorías, cuando una persona inactiva necesita al menos 1.200 para
sobrevivir. Surgieron enseguida la avitaminosis y las epidemias. Muchos
presos que no tenían familiares que pudieran asistirles con envíos de
alimentos estaban casi abocados a la muerte.
En 1941 las cifras de mortalidad de
los reclusos se dispararon hasta cotas nunca conocidas en la historia
penitenciaria española. Es lo que el historiador Francisco Moreno Gómez
ha llamado “Auschwitz franquista”. En la cárcel de Córdoba, de los 3.500
o 4.000 presos existentes ese año, fallecieron 502 por tifus y hambre.
En la de El Dueso, en un solo día, el 9 de enero de 1941, hubo 53
muertos de hambre, según el historiador Eutimio Martín, y los
fallecimientos aquí eran diarios. Con ese panorama tan dantesco, Manuel
Hernández se encontraba con el cuerpo “agotado (…) por las privaciones
excesivamente prolongadas y acosado por la miseria, triste,
infinitamente triste”. Junto al hambre, el frío se convirtió en otro de
sus sufrimientos. Era obligatorio que los grandes ventanales de la
prisión, colocados a la altura de alrededor de un metro del suelo de las
salas, estuvieran abiertos de par en par día y noche durante todo el
año, incluso en época de inclemencias meteorológicas, lo que causaba
enfriamientos y enfermedades pulmonares que muchas veces acaban con la
vida de los reclusos. Los fallecidos por enfermedades y hambre eran
enterrados en un cementerio visible desde el penal, situado en la playa
aneja de Berria, en el que Manuel Hernández fija su mirada en reiteradas
ocasiones. Los años 1941 y 1942 hacen mella no solo en su cuerpo, sino
en su estado de ánimo, cada vez más abatido y fúnebre, según podemos
extraer de su relato:
El año 1941 va tocando a su ocaso. He pasado otra Nochebuena más en este Penal del Dueso. Mala para mí porque ni el paquete con algún extrordinario familiar ha llegado a tiempo.La “brigada” en que estoy tiene un ventanal muy amplio con vistas al mar. Este mar Cantábrico de furioso oleaje, que parece tener como fin único avanzar sobre la playa, para arrastrar hacia el abismo el pequeño cementerio donde yacen los que deben su liberación a la muerte. La avitaminosis que a pasos agigantados va depauperando y restando fuerzas a mi organismo me hace temer un fin desastroso entre esta gente ingrata que no me quiere bien, y a la cual aborrezco con todas las fuerzas de mi corazón. ¡Y yo que lo creía incapaz de odiar!Año de 1942. Día de Reyes, la noche que le sigue y el imborrable recuerdo de que hace dos años el simple hecho de acercarme a la ventana para satisfacer ineludible necesidad y el fusil disparado por el brutal automatismo de un centinela me hubieran costado la vida, al no detener y desviar la bala mi Ángel tutelar en forma de barrote de la ventana citada.Quiero marchar de aquí. Quiero marchar de aquí, aunque sea sin perder la bochornosa calidad de preso en conducción, porque tengo frío, mucho frío, en esta isla apartada y neblinosa; y miedo de morir para ser enterrado en ese camposanto que las aguas de este enfurecido mar salpican, donde no puede uno tener ni la postrera ilusión de que su tumba florezca un día bajo las lágrimas de un ser querido (.) Por eso he solicitado –sin fuerzas apenas para sostenerme en pie– trabajar… en cualquier oficio, como ayudante de fragua, donde quiera que se me destine.
Manuel Hernández vio una salida a su
penosa situación en el sistema de redención de penas por el trabajo, que
las autoridades franquistas habían comenzado a aplicar en enero de
1939. Consistía en la explotación laboral del preso a cambio de un
pequeño sueldo y de la rebaja del tiempo de prisión por día trabajado.
Una de las modalidades de trabajos forzados eran las colonias
penitenciarias militarizadas, y consiguió que lo destinaran a la 5ª
Agrupación, que emplearía a 1.250 reclusos a partir de enero de 1942 en
la reconstrucción de la academia de Infantería de Toledo. El 19 de enero
salió, con varios más, en un viaje con diversas etapas hacia la Prisión
Habilitada de Toledo, adonde llegó el día 30. El 2 de febrero recibió
una “sorpresa inenarrable”: su condena se había revisado y se había
reducido a 12 años, por lo que se empezó a formalizar el expediente de
libertad condicional. El franquismo ya había iniciado en enero de 1940,
con la creación de las Comisiones de Examen de Penas, un proceso de
excarcelaciones, de concesiones de libertad vigilada y de indultos,
debido entre otros motivos a la necesidad de mano de obra libre para la
reconstrucción del país, a los importantes gastos que suponía el
abultado número de presos y a la amenaza de colapso administrativo del
organigrama judicial y penitenciario. El anuncio de que podría salir en
libertad condicional, tras tantos años de presidio y padecimientos,
llenó de inquietud e incredulidad a Manuel Hernández:
¿Será cierto? ¿No se tratará de una confusión de nombres? –me pregunto durante diez días seguidos–. Pasan días y más días, comiendo poco; y noches y más noches, durmiendo menos, unidos a la febril impaciencia de tales casos y a mi extrema debilidad, que me hacen temer que cuando la ansiada libertad llegue pueda ser tarde (…) Mi cuerpo se consume en la prisión, pero mi alma ya no está en ella. Vaga de aquí para allá, haciendo miles de proyectos con la erección de castillos que la ilusión crea y un recuento de posibilidades destruye, alternativamente.
La libertad le llegó el día 30 de
mayo de 1942, cuatro meses después de que se la anunciaran. Antes de
salir de la prisión escribió un par de párrafos de despedida, entre los
que se encuentra este, en el que se define como un hombre con la
conciencia limpia y como un patriota:
No sé si terminará pronto mi vida; pero sí sé que cuando esto ocurra será fuera de esos antros ominosos en que ingratas convivencias contribuyeron a consumirla. Ni cuando antes entré, ni cuando ahora salgo, tenía ni tengo peso alguno en mi conciencia. Patriota era, y patriota soy (…) No llevo el corazón cargado de odios que lo empequeñecen, pero sí del más absoluto desprecio, tanto para los que han cercenado con su visible mala fe muy cerca de seis años del calendario de mi vida, como para los que durante el mismo tiempo hallaron gozo en mis amarguras.
A primeros de junio de 1942, Manuel
Hernández ya pudo reencontrase con su familia en el pueblo cordobés de
Almodóvar del Río, adonde su mujer, oriunda de allí, se había trasladado
con sus cinco hijos para buscar el amparo de sus padres. Según el
testimonio de su nuera (recogido en mayo de 2014), Ana Rodríguez
Martínez, durante un tiempo padeció frecuentes cólicos, pues su
organismo, golpeado por la falta de alimentos, soportaba mal una dieta
normalizada. Para ganarse la vida, se dedicó a dar clases particulares
(aunque era autodidacta, poseía una cultura muy elevada para la época),
trabajó de escribiente en una empresa y se colocó como empleado de vías y
obras de RENFE, en la estación sevillana de Los Rosales, situada en el
municipio de Tocina. Su personalidad se volvió más introvertida, aunque
siguió siendo muy cariñoso con los suyos, noble y ordenado. Se refugió
en la lectura, en su afición a la música clásica y en sus retiros al
campo. Murió en Almodóvar del Río el 7 de octubre de 1969, a los 75
años. Con la llegada de la democracia, su viuda, Pilar Muñoz Navas,
solicitó en diciembre de 1977 al capitán general de la II Región Militar
que le aplicaran a su esposo los beneficios de la Ley de Amnistía
promulgada en octubre, lo que le fue concedido el 17 de enero del año
siguiente.
Hoja manuscrita por Manuel Hernández en junio de 1958, en la que solicita la anulación de sus antecedentes penales. |
Aparte de las 23 páginas que Manuel
Hernández redactó en la cárcel durante sus casi seis años de cautiverio,
escribió otras 24 a los pocos días de que lo liberaran, en junio de
1942. Fueron un enorme desahogo vital porque, a pesar de que se
encontraba muy débil por las penalidades y el hambre, quería contar,
cuanto antes y ya sin censura carcelaria, lo que él realmente había
vivido desde su llegada a Albendín en enero de 1935 hasta que salió de
la cárcel en mayo de 1942. Estas páginas, que también tituló Páginas Confidenciales,
tienen un valor histórico extraordinario, pues aportan fechas,
personajes y datos recogidos por un testigo presencial que conservaba
una memoria muy precisa y cercana a los hechos. En estas nuevas páginas,
Manuel Hernández se nos muestra con unos fuertes principios morales,
fiel a la República y conocedor de que la sublevación del 18 de julio
era un movimiento ilegal. Como miembro de las fuerzas de orden público y
servidor de la ley, sabía que las autoridades militares regionales o
provinciales legalmente no podían declarar el estado de guerra, pues eso
iba en contra del artículo 42 de la Constitución de 1931 y del capítulo
IV de la ley de Orden Público de 1933, que otorgaban con carácter
exclusivo a la autoridad civil la declaración de los estados de
excepción y prohibían cualquier suspensión de las garantías
constitucionales no decretada por el gobierno de España. Por eso, no
duda en calificar al golpe de Estado como “movimiento subversivo” y a
sus seguidores como “rebeldes”. Era consciente, además, de que aunque la
sublevación militar se producía con el pretexto de que había que evitar
una supuesta revolución, lo que en realidad haría sería desencadenarla y
romper la convivencia, y en eso no se equivocó.
Entre las informaciones más interesantes que aporta Manuel Hernández en estas nuevas Páginas Confidenciales
se encuentran las relativas a la represión, aunque por desgracia no son
las más detalladas. Las “instrucciones reservadas” previas que el
“director” de la conspiración militar, el general Emilio Mola Vidal,
había dado por escrito dos meses antes de la sublevación para que la
acción golpista fuera en “extremo violencia” y para que se aplicaran
“castigos ejemplares” encontrarían un amplio eco en Baena. Hasta ahora,
en cuanto a crímenes masivos cometidos por los militares rebeldes
conocíamos solo la matanza del día 28 de julio de 1936 en el Paseo, tras
la entrada de las tropas del coronel Sáenz de Buruaga, cuando se
asesinó con un tiro en la nuca a decenas de vecinos obligados a
permanecer boca abajo en el suelo de la plaza. Pero según el testimonio
de Manuel Hernández hubo otra masacre similar, que ignorábamos, en la
mañana del día siguiente, en el mismo sitio y con los mismos parámetros,
contra muchos de los que habían estado apresados en el edificio del
ayuntamiento.
Como testigo de los hechos, pues casi
llegó a participar en un fusilamiento, Manuel Hernández nos habla de
que el cuartel de la Guardia Civil de Baena se convirtió en un “centro
policíaco” donde se apresaba, se torturaba y se decidía sobre la vida y
la muerte, sin necesidad de que intervinieran autoridades superiores que
lo autorizaran ni de que se abriera una causa judicial previa para
investigar las responsabilidades o los presuntos delitos de los que iban
a ser asesinados. En los primeros meses de la guerra, los comandantes
de puesto de la Guardia Civil, como el teniente Pascual Sánchez Ramírez,
disponían de un nivel de autonomía muy amplio a la hora de ejecutar las
instrucciones represivas y poseían la máxima autoridad en materia de
orden público, sin tener que dar cuentas a nadie. Y en Baena no faltaron
verdugos voluntarios entre militares, fuerzas de orden público y
paisanos para colaborar en estas tareas. Con estos precedentes no es de
extrañar, por tanto, y según mis investigaciones, que el número
documentado de víctimas mortales de la represión franquista en Baena
durante los tres años de guerra sea de 366 (una cifra mínima sujeta a
futuras revisiones) en un pueblo que en aquella época tenía algo más de
23.000 habitantes, frente a las 99 vidas que segó la represión
republicana. Por el momento, Baena, con al menos 441 muertos, es el
cuarto municipio de la provincia de Córdoba en víctimas mortales
causadas por el franquismo en guerra y posguerra, tras Córdoba capital,
Puente Genil y Fuenteobejuna.
Manuel Hernández, su mujer y sus cinco hijos, en 1954. De izquierda a derecha, de pie, Manolo (guardia civil), Maruja, él y Pepín. Sentados, su esposa Pilar, Pilar (monja) y Guadalupe. |
Mientras unos se dedicaban a matar,
Manuel Hernández se jugó la vida por salvar a otros, como al alcalde
pedáneo y a la decena de directivos del Centro Obrero de Albendín, un
pueblo a cuyos habitantes califica de “honrados, laboriosos y pacíficos”
y a los que llena de elogios cada vez que los nombra. Es evidente que
su inteligente actuación en la localidad y sus calculadas maniobras ante
sus mandos superiores evitaron que Albendín sufriera la represión de
los golpistas y se viera inmerso en un baño de sangre como el que
padeció Baena en el trágico verano de 1936. La conducta humanitaria de
Manuel Hernández en aquellos días estuvo movida por unos principios
morales y políticos acentuados. Políticamente sabemos que era una
persona de ideología republicana, lector del diario Ahora, un
periódico que mantenía una línea de tono centrista moderado con la que
comulgaba. De los valores morales que profesaba, cada cual puede sacar
sus propias conclusiones tras leer sus Páginas Confidenciales.
Los escritos de Manuel Hernández, al
igual que un par de fotos en las que aparece, me han sido facilitadas en
abril de 2014 por su bisnieto, José Manuel Hernández Morales. Como de
las páginas que escribió en la cárcel ya hemos dado cumplida referencia
con anterioridad, a continuación solo reproducimos íntegras las que
redactó al ser liberado en junio de 1942. Llevan notas al pie,
elaboradas por mí, para ayudar a entender o explicar determinadas
informaciones, muchas de ellas ya conocidas porque aparecen publicadas
en mi libro Baena roja y negra. Guerra civil y represión (1936-1943). Las Páginas Confidenciales de Manuel Hernández González, en formato PDF, se pueden leer pinchando aquí.
Un abrazo y ¡besos de colores! - RCVicent
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